El buen rating de Lanssiers
Cuentan los recoletanos de los años 60 que Lanssiers se desesperaba con la somnolencia de algunos alumnos en las clases
de "filosofía" que dictaba todos los lunes a primera hora. Hasta que un día llegó, los miró fijamente y sacó una pistola.
Todos se quedaron petrificados, pensando que el cura recién llegado de Vietnam se había vuelto loco y ellos serían sus primeras
víctimas. Lanssiers abrió la puerta, apuntó al aire –¡pum!, ¡pum!– y dijo: "ahora que he logrado despertar a todos,
podemos comenzar". Nadie puede asegurar que la anécdota sea verdadera, pero todos coinciden en que es verosímil.
Las "trampas" de Lanssiers para cerciorarse de que los alumnos lo seguían eran tan famosas como temidas. Si leía un
texto de literatura en francés, de pronto reemplazaba a D’Artagnan por un elefante que piloteaba un helicóptero hacia
el Caribe; si hablaba de la Segunda Guerra Mundial, súbitamente preguntaba: ¿de qué guerra estamos hablando, de la primera
o de la segunda?; como dictaba varios cursos, de pronto interrogaba al alumno del fondo: ¿en qué clase estamos: historia,
filosofía o francés? Y si nadie daba señales de haberse percatado del cambio de D’Artagnan por un elefante, o alguien
–como siempre había– decía la Segunda Guerra cuando se trataba de la Primera, o clase de francés cuando estábamos
en filosofía, "Dios nos agarre confesados", porque comenzaba una retahíla de adjetivos, ingeniosísimos pero de los que costaba
recuperarse: "plantas" (con perdón de las plantas), "microbios filtrantes", "malaguas vivientes", "monumentos al obrero (en
descanso o en huelga)".
Pasada la tormenta, explicaba que lo que lo sacaba de quicio era que pudiera haber alumnos, aunque fueran pocos, que
a los 15 o 16 años ya eran proyectos de seres totalmente desinteresados, pasivos, insensibles, sin ganas de nada.
De ahí su obsesión por "despertar" a tiempo a los alumnos; y si había que recurrir a un par de balazos al aire o a
unos latigazos verbales, no tenía ningún escrúpulo en hacerlo. "¿Qué consejo les daría a los alumnos recoletanos?", le preguntaron
una vez para el boletín del colegio; respuesta: "que cuando lloren al encontrar una nata en la leche, se acuerden de los niños
de Biafra y dejen de llorar". "¿Y cuál es la diferencia entre su generación y la nuestra?" "Nosotros teníamos una pequeña
ocupación que nos quitaba todo nuestro tiempo: la guerra". "¿Qué espera de los alumnos de La Recoleta?" "Nada." (Aunque después
fuera en realidad "mucho" y hasta "todo", pero así comenzaba.)
Por suerte, también ocurría lo contrario. Cada vez que creía encontrarse con alumnos que tenían curiosidades, aficiones,
inteligencias, sensibilidades e iniciativas, vibraba y se ponía feliz. Era visible que pasaba a sentirse motivado, y, entonces,
organizaba actividades, grupos de reflexión, conversaciones y viajes.
Han pasado aproximadamente treinta años desde la primera anécdota, y si bien Lanssiers "no es el mismo de antes" (como
coinciden en decir quienes lo han seguido), la actitud descrita sigue intacta en él. No es el de antes, porque ha dejado de
asustar por principio, y más bien se ha vuelto cercano y hasta afectuoso; pero eso de festejar lo positivo y a la vez ir con
todo contra lo que cree que está mal, sigue siendo lo que lo caracteriza, y tal vez sea el hilo conductor de sus artículos.
Vive fascinado con el ser humano, con lo que éste es capaz de ser y de hacer. Está convencido de que toda persona es
capaz de proezas y de actos heroicos, y le encanta demostrarlo permanentemente. Tal vez por eso se dedica tanto al mundo de
las cárceles: la prisión pone a la persona en una situación límite, en la que después de haberlo perdido todo, muchos están
dispuestos a dejar aflorar lo mejor de sí mismos. Por esta misma razón, Lanssiers siempre dice que cada vez que no alimentamos
a un niño, o no lo dejamos estudiar, o lo maltratamos, estamos matando la posibilidad de un Einstein, de un Van Gogh, de un
Marx o un Lenin. (No, tranquilos, estos últimos no están en la lista de Lanssiers.)
Sí: en sus artículos es transparente su fe y su apuesta por el ser humano, pero también lo es –y en la misma
medida– su profundo escepticismo frente a él. ¿Cómo se explicaría, si no, que gran parte de sus escritos estén dedicados
a despotricar de manera cruda y directa, usando una mordaz ironía, contra un menú amplísimo de personas y de situaciones?
No es exagerado decir que se podría resumir el mensaje de Lanssiers como un alegato contra la imbecilidad del mundo;
una invocación a que dejemos de ser indiferentes, insensibles, injustos, superficiales, dogmáticos, frívolos, desconsiderados,
descriteriados, egoístas, soberbios, etcétera, etcétera, etcétera.
Una de las cosas que más lo desesperan, por ejemplo, es la facilidad con la que nos llenamos de "certezas" que nos
llevan al fanatismo y hasta al fundamentalismo. Y es que Lanssiers no se cansa de recordar que los grandes horrores de la
humanidad se han producido en nombre de causas justas y nobles, tan justas y nobles que "justificaron" la liquidación física
de quienes no las compartieron. ¿Y qué plantea Lanssiers para salvar al mundo de nuevas cruzadas en nombre de la verdad? Simplemente
la duda: introducirla en nuestros cerebros. Por eso, cuando le preguntan qué ideas tiene sobre un tema, suele contestar: "ideas
propiamente no tengo, porque con suerte tengo una o dos por año; sólo puedo hablar de mis impresiones".
Y así, hay mil cosas que Lanssiers no soporta de ese "ser humano" al que tanto dignifica y quiere; está dispuesto a
dedicarle su vida, como lo viene haciendo, pero sin pasarle una, sin ningún tipo de concesiones. Hasta podría decirse que
hay una cuestión personal: como está dedicado al ser humano, intenta simultáneamente mejorarlo, para que su labor tenga y
no pierda sentido.
Pero lo más sorprendente es que, mientras Lanssiers casi "no deja títere con cabeza", cada vez hay más gente que lo
escucha y admira. Una vez en un panel en el que la mayoría del público eran jueces, fiscales y policías, Lanssiers decidió
cantarles sus verdades. Comenzó burlándose de la indolencia de jueces y fiscales, que permitían que los expedientes pasaran
de oficina en oficina, subieran-bajaran, avanzaran-retrocedieran, como si fueran "sofisticadas bailarinas de ballet", mientras
la gente se pudría en las cárceles; luego pasó a recomendarles a los policías estudiar agricultura, ya que se habían dedicado
a "sembrar pruebas". ¿Cuál fue la reacción de magistrados y policías? Aplaudir a rabiar; mientras más duro era Lanssiers,
más aplaudían, y asentían con la cabeza. ¡Lanssiers!, ¡Lanssiers!
Muchos quieren que Lanssiers sea el sacerdote que los case, pero nadie escarmienta, que ni allí se controla. "Dice
un proverbio ruso: si vas a la guerra, reza una vez; si vas a casarte, reza dos veces", fue la frase que utilizó para iniciar
su sermón recientemente. "Nos vemos en tu próximo matrimonio", se despidió del novio al que acababa de casar. Igual ocurre
con los periodistas: es un engreído de reporteros y reporteras, pero él los llama los "microfoneros" que se lanzan a sus presas.
Es "representante de la Comisión Gubernamental", pero cuando un jefe político militar declaró que la noticia sobre
72 desaparecidos sólo se había dado para molestar al Gobierno, Lanssiers le preguntó: "¿72 personas se han suicidado sólo
para molestar al Gobierno?". Fue el primero que habló de 200 inocentes en prisión, cuando el Gobierno todavía no reconocía
ni uno solo. Alguien le tomó cuentas preguntándole: "¿cómo a usted que es ‘gubernamental’ se le ocurre hablar
de 200 errores?". Lanssiers contestó: "sí, tiene razón; debí hablar de 400". Recientemente opinó sobre los decretos legislativos
sobre seguridad ciudadana señalando lo absurdo que es "combatir la inseguridad con más inseguridad".
Así como a veces tenemos un amigo al que le permitimos todo, hasta que nos diga nuestros defectos y errores, parecería
ser que socialmente se ha escogido a Lanssiers para que nos cante nuestras verdades.
Hace poco un grupo de extranjeros nos preguntaron quién era ese Lanssiers, cuyo nombre habían escuchado por todas partes.
Les llamaba la atención que, a la vez que era representante de Fujimori, fuera considerado un defensor de derechos humanos
sin pertenecer a ninguno de los organismos de derechos humanos pero siendo íntimo de ellos, y que tanto el oficialismo como
la oposición se expresaran de él con respeto. Y se podría agregar: que fue solicitado por los emerretistas que tomaron la
casa del embajador del Japón como uno de los posibles mediadores; que todos los periodistas hacen lo imposible por entrevistarlo;
que su nombre ha comenzado a aparecer cada vez que se hace a los intelectuales, artistas y deportistas, y hasta a las aspirantes
a reinas de belleza (sí, ocurrió), la pregunta clásica de "¿a quién admira?".
Lanssiers se ha convertido en esos "justos" o "notables" que todo grupo social quiere y necesita tener; personas que
están por encima de toda sospecha, a las que se puede apelar en búsqueda de sabiduría y orientación, en medio de la confusión
e incertidumbre. Y está muy bien que así sea, tanto porque en el país hay escasez de justos y notables, como porque lo ha
logrado con un mensaje fuerte y exigente, que no ha modulado en función de focus
group, de rating o de ambiciones personales.
Qué bueno contar con una persona que cumpla ese papel, que tenga ese enorme poder; pero qué gran peso para él. Ahora
ya no son sólo los alumnos de La Recoleta, sino miles de personas, los que esperan de él la frase brillante, la ironía ingeniosa,
la posición correcta, la opinión lúcida, la solución perfecta, la acción oportuna y que quieren escuchar. Tremenda responsabilidad.
Pero
él ya lo sabía; como él mismo dice: "La vida de muchos hombres es un camino muerto que no conduce a nada, pero otros saben
desde la infancia que se dirigen a un mar infinito; ya el sabor de la sal quema sus labios, el viento de los cuatro horizontes
silba a sus orejas, hasta que, franqueada la última duna, esta pasión infinita les abofetea de arena y espuma; les queda entonces
sumergirse en ella o hacer marcha atrás". (E.J.B)
El violento mundo de Hubert Lanssiers
Entrevista: Martín Paredes
Con mucha pena ha dejado sus adorados Inca. El 4 de enero pasado, una hemorragia (6 de hemoglobina) y una
pulmonía fulminante, que casi se lo llevan al otro lado, persuadieron a Hubert Lanssiers a dejar de fumar. Ahora sustituye
el tabaco con chocolates. Sacerdote de los Sagrados Corazones, Lanssiers (Bélgica, 1930) llegó al Perú en 1964. Diez años
después inicia su contacto con las cárceles peruanas en Lurigancho, creando el Pabellón 7 o Industrial y en 1982 fue nombrado
capellán de El Frontón. Para él ir a la cárcel es tan natural como ir a visitar a los amigos; y tiene muchos amigos. Hijo
de un miembro de la Legión Extranjera francesa, la vida de Lanssiers ha sido –es– un ejercicio de temeridad y
valentía, un viaje continuo y terco al corazón de las tinieblas humanas por amor al prójimo, por compasión, por cristianismo.
La segunda guerra, Vietnam, Saigón, Kampuchea, los Khmer Rouges, su vida ha estado marcada por la guerra y por eso es que
decidió consagrarla a la defensa del individuo. Dueño de un agudo sentido del humor, implacable profesor de filosofía en La
Recoleta, Lanssiers es un humanista que declara haber descuidado un poco la teología por leer a Condorito y, de paso, se burla
de Descartes «porque la lógica absoluta conduce a la locura absoluta» y a continuación se mata de risa. Irónico, lúcido y
tierno a la vez, no deja de amar a este país con una pasión rabiosa, como todas las pasiones verdaderas, como un rabioso adolescente.
Cómo es el trabajo de un capellán de cárceles?
–Es muy diferente aquí de lo que puede ser en otros países, donde el tipo tiene su despacho y no puede
ir más allá de él. Aquí tenemos la gran ventaja de poder pasearnos, tener un contacto permanente con la gente. El rol de un
capellán podría ser, aunque suene medio chicha, el de un padre de familia, es decir, de una solidaridad total, tratar de arreglar
todo lo que es arreglable. Es un trabajo de familia. Tratamos de vender lo que ellos fabrican para que puedan ayudar a su
familia, recolectamos ropa, viejos colchones, para que tengan una vida más decente. Es un trabajo que uno puede calificar
como quiera, yo ni siquiera trato de hacerlo. Es demasiado múltiple, no tiene límites.
–Usted ha estado en Vietnam, en Camboya, ¿fue también capellán en esos lugares?
–Hacía un poco todos los trabajos allá. He estado siempre en el frente de batalla. Es un trabajo que
viene como puede, según las circunstancias. Uno no tiene el derecho de decir ése es mi trabajo, es mi problema y éste no es
mi problema, no lo hago. Si hay alguna palabra que odio es ésa: eso no es mi problema, lo siento. Todo es nuestro problema.
Desde las cosas más triviales hasta las más serias y a veces hasta las más idiotas. Los que están en la cárcel no constituyen
una raza o un género especial, son hombres y eso puede ser un medio ideal de crear una comunidad mucho más fraterna, mucho
más humana que en el exterior. Todos los peruanos, y yo también, o somos ex presos o presos o futuros presos.
–O presos potenciales.
–Sí, muy potenciales (risas).
–¿Cómo es una cárcel peruana?
–En general, la infraestructura no es muy buena. Hay una especie de verruga en el Perú que atrae la
atención de todo el mundo: Lurigancho. Es una cárcel que fue excelente, y que en su concepto es todavía excelente, pero hace
tiempo que toda la infraestructura ha colapsado y entonces hay un hacinamiento terrible. Oscila entre los 6 mil 500 y 7 mil
presos. No es habitable, es difícil de organizar. Según los expertos, una cárcel que tiene más de 500 presos es incontrolable,
es ingobernable. Pero hay cosas buenas en nuestras cárceles y que usualmente no se encuentran en las de otros países, que
son mucho más confortables y al mismo tiempo mucho más tétricas, donde la gente está aislada completamente. Aquí hay la posibilidad
de recibir tres veces a la semana visitas y así el vínculo familiar no se rompe tan fácilmente. Al estar en contacto con la
familia pueden respirar otro ambiente; en otros países no es así.
–Usted ha conocido cárceles de otros países, ¿ésa es la gran diferencia que hay con las del Perú?
–Sí, es una gran diferencia. Yo he visto, para no ir muy lejos, en Argentina, en el tiempo de los militares,
en Buenos Aires, había la Unidad 3, si mal no recuerdo, que se parece un poco en su estructura al Sheraton. Tenía una seguridad
de grado 8, siendo 10 lo máximo. En fin, una organización formidable. No había acceso, las visitas se hacían a través de un
vidrio, no se podía tocar a la gente, no se le podía abrazar y mucho menos tener relaciones sexuales. Era muy frío. En Francia,
lo mismo. Los presos prefieren ir a la Santé, en el centro de París, que fue construida durante el reino de Napoleón III,
porque allí hay más contacto.
–No hay tanto aislamiento. ¿Qué tan importante es eso?
–Muy importante. Porque la cárcel, si es mal concebida, puede ser una cárcel en toda la acepción de
la palabra, es decir, que uno no cuenta, es un número, el aspecto humano de una persona ha sido borrado de los libros. Aquí,
por ejemplo, hay un saludable desorden, no se parece demasiado a un ejército. Todos los vientos pueden pasar. Hubo una época
en que todos los presos podían circular al interior de la cárcel. En las cárceles hay su cuota de violencia, hay reglas que
no hay que transgredir. La violencia dentro de las cárceles ha bajado considerablemente. Hace 10 años ví 6 cadáveres tendidos
con 60 puñaladas. Eso ha bajado considerablemente. No hay tanta sangre en la pradera, aunque es un submundo que se ha complicado
por la presencia en una misma cárcel, Castro Castro por ejem-plo, de comunes, de los aristócratas –Joy Way, los generales,
etc.–, de Sendero Luminoso, del MRTA, de aquellos que son políticos, pero que no pertenecen ni a Sendero ni al MRTA.
Aparentemente crea un mundo potencialmente desordenado, lleno de violencia, pero en realidad las cosas están tranquilas.
–¿Qué cosas le quita la cárcel a un ser humano?
–Depende de las cárceles. Aquí son centros de readaptación, que es un término evidentemente poético.
De readaptación tienen únicamente la ambición. La cárcel tiende a robar al preso su personalidad. Y ese es un fenómeno universal,
sobre todo cuando el guardián no tiene la formación adecuada. El personal del INPE, por ejemplo. Un profesor universitario
italiano dividió a sus alumnos en guardias de cárceles y en presos. Esta experiencia tenía que durar un mes. Al cabo de una
semana tuvieron que suspenderla, porque se manifestó en aquellos seudo-guardias características sádicas, de agresividad y
en los otros hubo casos de tentativas de suicidio. Se puede hacer de una cárcel un lugar lindo para vivir y que sea una oportunidad,
si quieren, para instruirse. Hemos puesto mucho énfasis en crear bibliotecas y es extraordinario; hay gente en la cárcel que
nunca en su perra vida había leído un libro y que sale con una cultura general envidiable. Eso depende mucho del sistema,
si el sistema es idiota, evidentemente no se puede hacer nada. Uno puede ganar su personalidad. La cárcel es ambivalente.
O te anula o te permite levantarte.
–¿Usted cree que hay gente que es irrecuperable?
–Yo no afirmaría eso, pero que hay gente que es difícilmente recuperable, sí, no cabe duda. Hay de
los tipos que son psicóticos, hay otros que no son inmorales sino amorales. Hay tipos que no son muy normales y hay los otros
para los que es una manera de vivir. Lurigancho para ellos constituye una especie de club. Uno se va de vacaciones de vez
en cuando y regresa. Hay tipos que tienen 7 ingresos. En Lurigancho hay uno que está hace 35 años, están más confortables
que en el exterior.
–¿Cómo se mira el país desde la cárcel? Con odio, supongo.
–No. Hay poco odio en general. Claro, hay un desprecio por los jueces, los fiscales. Pero odio, no.
El jefe de la banda Los elegantes de Comas me decía estoy con cadena perpetua y bueno, me lo he ganado, pero tengo a mi chofer
que también tiene cadena perpetua y eso no es normal. Son muy sensibles a esas cosas. A la corrupción que puede haber en el
poder judicial. Pero frente a la sociedad... les digo, ¿qué es la sociedad, alguien me puede decir? Es una abstracción, nosotros
la hemos creado. Son cosas que entienden. No les falta un cierto sentido común.
–Dentro de la cárcel hay códigos, estratos, es como una sociedad en pequeño, con clases.
–Sí, hay toda una jerarquía subterránea donde reina la fuerza. Como reina la fuerza en el exterior
también. Es igual. A veces les digo que han erigido muros, alambres de púas alrededor de ellos para impedirles salir y poner
en peligro la sociedad, pero en realidad es para protegerlos de la sociedad. Y a veces uno piensa que es cierto cuando ve
lo que pasa en el exterior, ¡Dios mío! Escuchamos de parte de los burócratas, de los congresistas, de los periódicos que me
hacen vomitar, que «han sido reintegrados a la sociedad» o «para que sean reintegrados a la sociedad». ¿Qué mierda de sociedad
es ésa? ¿Es ése el ideal? No. Es para crear una sociedad mejor. Porque no vale la pena reintegrarse a esta sociedad tal como
existe, de ningún modo.
–¿Qué significa realmente reintegrarse a la sociedad?
–No sé lo que significa. Para mí es un término burocrático. En los Estados Unidos las cárceles son
cárceles. ¿Por qué? Porque en el principio también tenían este apelativo de centros de rehabilitación social hasta que un
tipo salió, cometió un delito y atacó al Estado por no haberlo rehabilitado (risas). La cárcel es un mundo bien complicado.
Hay de lo mejor y de lo peor.
–Y el sistema...
–No hay sistema.
–Parece que tuviera un desprecio por el individuo en la cárcel.
–Todo el mundo está preso. La administración de las cárceles está presa también. Presa de montones
de papeles, de formularios, de cosas que hay que hacer, que no hay que hacer. Eso va hasta estupideces que uno no sabe si
debe llorar o reír. Yo conozco a un coronel, que ahora es general, director del Castro Castro, que le pusieron un día de arresto
por haberse dirigido al superior de su institución, la Policía Judicial, diciendo: tengo el agrado de comunicarle...etc.,
cuando tenía que poner: tengo el honor de... ¿te das cuenta? Y todo se mueve en un mundo de papeluchos. Hay algunos que se
mimetizan con sus papeles y no piensan que tienen una misión mucho más alta.
–Es una pesadilla kafkiana.
–Absolutamente kafkiana. Hay que tratar de mantener las cárceles en un desorden razonable, si no se
convierten en cárceles de verdad y eso es terrible. Piensa un poco en lo que sucedió en el años 93, era asqueroso. Encerrar
a 3 tipos en una celda de 2 metros por 3 durante 23 horas y media es estúpido. Si tú encierras en las mismas condiciones a
una pareja de enamorados, se cortan la yugular al cabo de una semana. Año tras año en esas condiciones, sin permitirles absolutamente
que usen nada, ni libros, ni comunicación. Ese hombre es reducido a parapléjico, a una especie de lechuga.
–¿Cómo termina un hombre así?
–Hay tipos que terminan locos. En Castro Castro había locos que se paseaban con un perrito de peluche,
tipos que caen en lo más profundo de las depresiones. Es fantástico cómo se puede arreglar el ser humano. Yo he visto tanto
en Chorrillos como en Castro Castro, jugar ajedrez desde una celda a otra con una especie de código, hacer cositas con miga
de pan. Incluso en la noche había cine en Chorrillos, eso quiere decir que una presa comenzaba a contar una película que había
visto, con todos los detalles, incluso ruidos, y todo el mundo estaba fascinado. Así se sobrevivía, pero era un sistema criminal.
–¿Cómo se encuentra ahora Sendero en las cárceles?
–Yo he podido acompañar a Sendero desde que estaban en El Frontón, en el 82, y los he visto cambiar.
Antes del acuerdo de paz, Sendero era monolítico, era la adoración a la teoría frente a la cual la realidad humana no existía,
era una negación de la realidad. Si la gente no se ajustaba a la teoría había que cambiar a la gente. Después del acuerdo
de paz, Sendero ha cambiado considerablemente. Sendero se ha fraccionado, hay diferentes corrientes.
–El tiempo, me imagino, es elástico, infinito en la cárcel.
–Y al mismo tiempo es terriblemente corto cuando uno está ocupado en un trabajo, en lectura. Sendero,
que era particularmente bien organizado, en El Frontón, por ejemplo, tenía el día lleno de actividades, era peor que en un
convento de benedictinos; había trabajo, estudio, alfabetización hasta segundo ciclo de universidad. Hay muchos mitos que
circulan sobre la cárcel y me entristece porque no es la verdad. Se tejen un montón de historias. Hay gente que tiene miedo,
gente del Ministerio de Justicia que por su trabajo tiene que ir a la cárcel, que se imaginan que se van a encontrar con monstruos
que están echando humo y llamas por la bo-ca, es inverosímil. Usted va a ver a nuestras chicas que son las duras y las crudas,
en Chorrillos, pucha, es como entrar en un salón de marquesas, de lo más amables.
–Usted pertenece a la Comisión de Indultos, ¿cuántos han logrado su libertad?
–Eso comenzó, si tengo buena memoria y no la tengo, el 96. Nuestras relaciones con Fujimori no eran
muy buenas al final. La Comisión de Indultos fue transferida al Ministerio de Justicia, fue un año perdido hasta el gobierno
de Pa-niagua, cuando se reconstituyó pero con muy pocos medios. Pero es difícil si uno quiere hacer el trabajo seriamente,
es un trabajo de detective privado. Se trata de la libertad de un hombre, de la diferencia que puede haber entre una salida
casi inmediata y una condena a cadena perpetua. Es así de serio. Es un trabajo difícil, que te saca todo el jugo de las neuronas,
si es que lo tienen. Creo que la comisión logró liberar a 1100 o 1200 presos. Pero la comisión sigue.
–¿Y ahora en qué condiciones se encuentra?
–Hasta ayer estaba en condiciones realmente lamentables porque no había lo que es indispensable: una
secretaría técnica que prepara las cosas. Pero ya se ha arreglado con la embajada suiza para poner término a la papelería
inmunda que había que hacer, ya se ha hecho. Y vamos a poder contratar abogados y, esperemos, con posibilidad de viajar.
–La Comisión de la Verdad y Reconciliación ya tiene un año de creada, ¿entre quiénes se reconcilian?,
¿es posible reconciliarse?
–Yo soy el culpable de eso. Todo el mundo se ha burlado de mí, tanto senderistas como otros. Soy consciente
de que no es algo que se va a hacer mañana o pasado. Hace tiempo que he abandonado toda ingenuidad, pero hay que tener un
punto fijo que vaya un poco más allá de la CV. ¿Qué ganamos con la verdad que ya conocemos más o menos si eso no desemboca
en una ambición, por lo menos eso? Yo sé que no se va a hacer, pero habrá de vez en cuando alguien que en sus noches de insomnio
dirá sí, reconciliación también. A mí me parece esencial. A veces las palabras tienen importancia. Y uno puede recurrir a
ellas, con cierto escepticismo, pero existen. Nos dan la apariencia de ser medio civilizados. La vida que he vivido antes
me ha enseñado a ver más allá de mi nariz. Un día esas injusticias serán reparadas, tienen que ser reparadas.
–Usted que estuvo en Vietnam, con los Khmer Rouges, ¿le atraen esas situaciones límite, esos lugares
convulsos?
–Quisiera decir que no, pero sí. Sí, sí, es idiota, también, pero sí me atraen. Creo que es una consecuencia
de la guerra.
–¿Cómo sufrió usted la guerra?
–Yo vivía cerca de Bruselas y un 10 de mayo del 40, lo recuerdo muy bien porque fue una de las grandes
alegrías de mi vida escolar, encontramos en la mañana la escuela cerrada. Y cuando regresamos a casa inmediatamente comenzaron
los bombardeos. Tuvimos que salir, había bombardeos continuamente, había batallas. Nosotros vivíamos en el sótano con una
pequeña valija al lado en caso tuviéramos que partir. Dejamos la casa, huimos a pie a Francia, con las escuadrillas de los
aviones alemanes que sobrevo-laban las columnas de refugiados, disparaban, era terrible. Llegamos a la costa francesa, era
la primera vez que veía el mar. Era cerca de Boulogne y Calais. Los ingleses trataban de evacuar a su gente y los alemanes
disparaban sobre los buques ingleses y éstos sobre los alemanes; nosotros estábamos en medio de todo eso, debajo de un camión,
y mi madre decía vengan, vengan, de modo que muramos todos juntos por lo menos. Tratamos de embarcarnos para Inglaterra y
no pudimos. Menos mal porque el barco explotó. Recuerdo siempre la escena de cuando un alemán puso su casco sobre la cabeza
de mi hermanito que tenía 5 años, mi madre entró en cólera, tomó el casco y lo mandó a volar porque ella también había conocido
la primera guerra mundial y había estado en prisión, como toda mi familia. Regresamos a Bélgica y toda mi familia materna
había sido fusilada por los SS.
–Usted se ordenó sacerdote en Tokio, ¿por qué Tokio y cómo elige ser sacerdote?
–No sé, es difícil de explicar. Yo había sufrido mucho y mis amigos también. Después de finalizada
la guerra, cuando todo debería ser fiesta, nos hemos muerto de hambre. No tuvimos una adolescencia normal; un adolescente
normal sueña con chicas, nosotros soñábamos con alimentos. Las chicas, disculpen, no nos interesaban o nos interesaban en
la medida en que eran gordas y eventualmente se las hubiera podido comer. Me fui a Indochina, que para mí no era la Cochinchina,
porque mi padre había servido 17 años en la Legión Extranjera y había estado ahí. Era como una casa fuera de la casa. Quería
dedicar mi vida a algo que tuviera sentido, que no dependiera de la coyuntura, ni de la política, ni de toda esta porquería.
Así fue que cuando estaba en Tokio fui ordenado sacerdote. Viví 10 años en el Japón y eso cambió mi vida, también porque era
una cultura completamente diferente. No sé por qué, pero siempre me he enamorado de los países por los cuales he pasado, como
uno, supongo, se puede enamorar de una mujer. Yo viví siempre solo en tierras de misiones allá y una vez en el Japón fui al
cine, lo que era muy útil para aprender el japonés. Era una película que versaba sobre los japoneses que habían emigrado a
Hawai y se habían reunido para escuchar sus canciones; ellos lloraban de nostalgia y me dije que me iba a suceder exactamente
lo mismo. Si algún día dejo el Japón voy a tener exactamente la misma mentalidad y voy a llorar también. Y eso fue lo que
pasó. Y ahora que estoy en el Perú, pues me siento mucho más peruano que belga o francés o europeo o lo que sea.
–Y los Khmer Rouge, usted los vio.
–Cuando ya estaba aquí volví dos veces a Indochina. Quería llegar el 75 a Saigón pero no lo logré.
Tuve que ir a Hong Kong y pasar por encima de Vietnam e irme a Camboya donde el Pathet Lao tomaba el poder y Saigón donde
acababan de tomar el poder los Viet Minh. Eran épocas de tormenta. También estuve en Dien Bien Phu con los franceses, después
estuve con los vietnamitas del sur y bueno, uno se acostumbra a la guerra, uno se va a la guerra como un empleado se va a
su oficina en las mañanas (risas).
–Y esa comparación que suele hacerse de Sendero con los métodos polpo-tianos, ¿la ve usted legítima?
–La veo legítima e ilegítima a la vez. Sendero siempre se ha interesado mucho en los Khmer Rouge. Creo
francamente que sí hay un cierto aspecto y hubieran actuado como ellos, pero por otra parte Sendero se interesaba en la técnica,
lo que no interesaba en lo más mínimo a los Khmer Rouge, que tenían un proyecto mucho más radical que pusieron en práctica.
Cuando entraron en la capital inmediatamente evacuaron a todo el mundo y comenzó un régimen de terror, de aniquilación, en
primer lugar, de los que sabían leer, de aquellos que habían sufrido la experiencia occidental, que sabían lenguas extranjeras.
Esos fueron inmediatamente aniquilados, y cruelmente, no sólo con balas. En un momento dado, no quedaba ni un médico en todo
Camboya. Entrenaban médicos de campo con lecciones en vivo, mataban a los prisioneros y les hacían ver cómo funcionaban los
órganos. Fue terrible. Querían formar un hombre nuevo y los de Sendero también. No sé si Sendero hubiera tomado medidas tan
duras, tan radicales, tan crueles, yo creo que no. En cierto modo, Sendero no era marxista tampoco, a pesar de que lo proclamaba
y ni siquiera era maoísta, aunque copiaron toda la terminología.
–¿La Iglesia debe meterse en política? Hay gente que promueve un Estado laico. ¿Qué le parece a usted?
–Ah, me parece muy bien que el Estado sea laico. Pero la Iglesia en sí no puede escapar a la política.
La política no lo es todo pero está en todo. No se tiene que meter en la política partidaria, pero no hacer política es hacer
política. Es imposible escapar a la política. Pero es evidente que la Iglesia tiene que defender la dignidad del hombre y
debe elevar su voz. Y eso es lo que no se ha hecho muy a menudo. Muchas veces se ha quedado con la boca cerrada y eso lo juzgo
despreciable. En la edad media, el obispo era el defensor civitatis, el defensor de la ciudad. Y aquí la Iglesia también
tiene que desempeñar ese papel, sobre todo cuando las papas queman.
–Pero el Cardenal Cipriani alza su voz en otros términos.
–Eso es otra cosa, porque Cipriani no es la Iglesia, que yo sepa. La Iglesia es la comunidad de los
creyentes. A veces jóvenes periodistas bien lindas y completamente estúpidas vienen a preguntarme ¿qué piensa padre la Iglesia
cuando matan gente? La Iglesia, señorita, pues ¡se regocija, hace Te Deum! ¡Qué tal pregunta! ¿Usted es católica?, le digo.
Sí, entonces qué piensa usted, usted es la Iglesia.
–¿Qué lazos lo atan al Perú?
–No los podría definir. Finalmente, la patria es donde uno tiene sus amigos. Yo tengo un montón de
amigos aquí, pero tengo enemigos también, eh, porque yo he sido de todo. Al principio, para los senderistas fui agente de
la CIA, del SIN –que me deben mi sueldo atrasado–, he sido la quinta espada (risas), de todo. Pero no sé, ¿cómo
se puede explicar el amor que une a una persona con otra? A menos que utilicemos las palabras de Tristán e Isolda: porque
eras tú, porque soy yo. Yo me he apasionado por el Japón; creo que era más japonés que los japoneses. Y aquí encontré una
cosa completamente diferente. Llegué al Perú de Tokio, en barco, sin pasar por Europa; el cambio fue brutal, un shock
de todos los diablos. No sabía nada del Perú. Llegué a Chimbote y me dijeron que era la segunda ciudad del Perú, ¡Dios mío!,
cuando vi esos cerros pelados no lo podía creer. Me sentía en presencia de otra raza, de otra especie. Venía de Asia y me
parecía un país brutal. Me dije, no puedo seguir así. Vivía aquí, este colegio [La Recoleta] empezaba a funcionar y esto era
el lejano oeste en ese tiempo. Tomaba el ómnibus hacia el centro para ver mis papeles, pasaba por La Parada y regresaba enfermo,
vomitaba, no podía seguir así, me dije, vamos a ponernos en el corazón del esplendor y comencé a trabajar en La Parada. Había
muchos japoneses en ese tiempo por ahí, ése era mi territorio: La Parada, El Agustino. Así me acostumbré. Cuando voy a Europa
no me siento bien, viajo en carro y me siento medio angustiado, falta algo, hay algo que no es normal, hasta que me doy cuenta
de que no hay baches, pues.
–Después de ver tanta violencia en las cárceles y a lo largo de su vida, ¿ha pensado en su propia muerte?
–He pensado en mi propia muerte, sobre todo desde que casi muero a principios de año. Mi médico me
dijo que era un cholo bruto, un chuncho salvaje y que hubiera tenido que morir 3 veces. Pero eso me estimula, es decir, me
enerva profundamente la política peruana porque se atacan mutuamente, es una chanfaina. Un joven ve las cosas de un modo diferente,
¿no?, pero yo no tengo tiempo. Quisiera ver que las cosas cambien más rápido. No tengo una vida extraordinaria, pero por lo
menos quisiera dedicarla a algo que me parece significativo. Es lo que me empuja, me da patadas.
–¿Ha pensado en morir aquí?
–Ah sí, yo voy a morir aquí. Me parece completamente normal.
–Pero usted va a ir al cielo.
–No, no necesariamente. Bueno, quisiera ir, es preferible ir allí, pero nada está garantizado (risas).
No creo que sea precisamente un santo, no quisiera serlo tampoco porque sería muy aburrido.
PADRE HUBERT LANSSIERS Lo Inútil de la
Guerra
(Caretas 27 set. 2001)
Las razones del padre Lanssiers, testigo de varias de las guerras más cruentas del siglo XX, para evitar otra.
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Lanssiers, alguna vez legionario francés, se encontró
con el horror de la guerra cara a cara. Fotógrafa Estrella Gazit le pidió vestir de nuevo el uniforme que rememora aquellos
días de prueba. |
ENTREVISTA JERONIMO PIMENTEL
LANSSIERSha vivido las guerras suficientes como para estar decepcionado de la humanidad, pero no lo está. La prueba
es que, en la juventud de sus quién sabe cuántos años, es presidente de la Comisión Nacional de Indultos. Su sueño, sin embargo,
se lo roba actualmente Afganistán y EE.UU. Y por eso advierte las consecuencias de una respuesta desorbitada que multiplique
la miseria, terror y tristeza que ya hay. Aunque reconozca que apelar a la razón después de haber formado parte del siglo
más sangriento de la humanidad es utópico.
-¿Cuál ha sido su experiencia en guerras?
-Desde los nazis hasta Sendero Luminoso. La gente tiene que comprender que hay un aspecto de la guerra que todos conocemos,
que la gente ha visto en películas, pero no es simplemente eso. Hay que ver los casos individuales, países arruinados, reducidos
a escombros, lo que significa eso por cada familia.
-La guerra es también un sentimiento.
-Claro que sí, hay un terror que viene desde antes. De chicos íbamos a la escuela, pero al salir a alguien le decían que
su casa ya no estaba. Eso es la guerra, y la guerra trae también la hambruna y otras manifestaciones que podríamos considerar
como mínimas, pero que son serias, es decir, no tener carbón para calentarte, no poder secar la ropa. La guerra se infiltra
en todo lo que es doméstico y transforma las relaciones humanas.
-Eso fue la Segunda Guerra Mundial, ¿las demás que vivió fueron parecidas?
-Después fui a Indochina y era lo mismo. La escuela militar francesa duraba un año y por supuesto toda la promoción desaparecía.
Es absurdo, yo a veces pienso por todo lo que ha pasado Europa y digo para qué finalmente, ahora tenemos a la Comunidad Europea,
visto desde lejos todo parece de una idiotez sin límites.
-Y ahora...
-Y ahora uno se queda boquiabierto cuando ve a un jefe de Estado usando un vocabulario del siglo XIX del lejano Oeste.
-Bush.
-Bush, que quiere su guerra también como su papá.
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AFP Egira afgana. Miles de familias huyen a Paskistán ante el inminente ataque norteamericano a pesar del cierre
de fronteras. Derecha, Brielle Saracini. Su padre fue uno de los pilotos del avión estrellado contra una de las Torres Gemelas.
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-La guerra del bien contra el mal.
-¿Qué quiere?, destruir todo Kabul hasta que regrese a la edad de piedra, ¡pero si los soviéticos ya se encargaron de eso!
En un informe de las Naciones Unidas se dice que existen medio millón de huérfanos discapacitados en Kabul y millones de viudas,
¿qué quiere hacer Bush, bombardear a esos porbres niños que ni siquiera pueden vivir porque no tiene sillas de ruedas para
movilizarse? La ligereza con la que Bush habla de la guerra es imperdonable. Estratégicamente hablando no tiene ningún sentido.
Y en el fondo qué va a hacer, ¿colaborar con Bin Laden?, es exactamente lo que el otro quiere, es decir, provocar una hecatombe,
una enemistad profunda entre el mundo musulmán y occidente. Entonces que se reúnan los dos para ver la mejor manera de guiarnos
a una guerra hasta el año 4000.
-Además, ¿cómo combatir con gente que cree que la muerte los redime?
-Exactamente, además los talibanes no son el pueblo afgano, son una banda de sicópatas ignorantes con una interpretación
apocalíptica del Corán, ellos no son Afganistán. La tiranía ejercida frente a las mujeres es una cosa fuera de este mundo,
de la imaginación. Si se les logra extirpar, a los invasores se les va a hacer una estatua. Los talibanes se imaginan que
han descubierto una autopista sin desviaciones que te lleva directamente al paraíso, son monistas, adhieren a una sola idea
la salvación universal, y si tú te opones a ella, se te tiene que excluir, es de una lógica implacable.
-¿Alguna guerra tiene sentido?
-Ninguna guerra tiene sentido.
-¿Existe la guerra principista?
-Siempre los principios terminan por ceder, esa fue una de las enseñanzas que hemos aprendido con la Segunda Guerra Mundial.
Nosotros también éramos principistas, era también el bien contra el mal, pero después con las revelaciones de la posguerra
nos enteramos de todos los intereses que estaban en juego. Las guerras principistas terminan botando todos los principios
en la acequia. Y uno termina por ser adicto a la guerra, esta ejerce una especie de fascinación.
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Lanssiers, testigo de excepción de la peor estupidez
humana: la guerra. |
-¿De qué tipo?
-La de estar entre la vida y la muerte. Lo que en la vida cotidiana puede tener importancia en la guerra desaparece,
estás entre dos murallas, entre el límite y el martillo.
-¿Cuál es la diferencia entre las guerras que le tocó presenciar y las que se pueden ver ahora?
-Ahora no hay un conflicto directo de hombres contra hombres, por eso los gobernantes buscan estigmatizar al enemigo.
Durante la guerra se habla de "el enemigo", que es una noción metafísica a la que sin problemas le puedes lanzar un montón
de bombas.
-Un concepto abstracto.
-Cuando era cuerpo a cuerpo la cosa cambiaba considerablemente. Ahora con buena conciencia tiras tus bombas y después
te regresas a casa a tomar té.
-Lo que la hace más cruenta.
-Claro, porque uno se siente menos culpable, por eso se sataniza. Esuchas la TV o la radio en los EE.UU. y te dicen
que hay que tener los cojones para bombardear y matarlos. Bush y Bin Laden parecen cómplices, parece que quieren la misma
cosa. Lo primero que desaprece en una guerra es la razón. En el siglo que acaba de fenecer se cuentan 200 millones de muertos
en conflagraciones.
-El mejor "control demográfico" ha sido la guerra.
-Y este señor Bush habla comos si tuviera una satisfacción: la primera guerra del siglo XXI. Eso va más allá de
mi inteligencia.
-Entonces, ¿porqué seguir confiando en la especie humana?
-Yo no lo sé. A veces pienso que si los animales pudieran hablar el peor insulto que dirían es "humanos". Pero es
verdad que la humanidad tiene una historia extremadamente breve.
-¿Qué debe hacer Bush?
-Antes de hablar ha debido de plancharse la lengua y esperar un poco, para decir cosas que tienen sentido. Lo que
ha pasado en Nueva York no es solamente contra los norteamericanos sino contra la humanidad . Pero si a este crimen se quiere
añadir otro, mucho más grande todavía, estamos nadando en el caos.
Además: Un pequeño website sobre la labor del P.Lanssiers
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